jueves, 12 de enero de 2012

Nabusimake



“Nabusimake” en arhuaco quiere decir “tierra donde nace el sol”.  Perdida en el corazón de la sierra nevada de Santa Marta, rodeado de montañas se encuentra este pueblo indígena,  uno de los tesoros mejor escondidos y conservados de Colombia. El lugar es sencillamente impresionante. El río, las montañas, los nevados… da la sensación de estar en la aldea de los pitufos o en la comarca de los hobbits.
La única manera de llegar es agarrando un Toyota desde Pueblo Bello, o dos horas de viaje por caminos de montaña superando los 3000 metros sobre el nivel del mar. A estos durísimos jeeps más parecidos a tractores, se les conoce como “arañas” ya que son los únicos capaces de subir por el camino de piedras.
Cuando los arhuacos se encuentran, el saludo es pasarse entre ellos de bolso a bolso un manojo de hojas. Los hombres visten completamente de blanco, llevan un gorro de lana encajado sobre el pelo largo y andan todo el día dándole al pororo. Esto es una calabaza hueca que utilizan a modo de mortero en la que echan restos de conchas y vete tú a saber que, creando un polvo blanco que llevan a la boca para mezclar con la pasta de hojas de coca y saliva. Da un poco de asco. Las bocas se les duermen y no se dan cuenta que tienen una babilla verde pegada a los labios.
Las mujeres también van vestidas de blanco pero el toque de color lo ponen los collares de cuentas que les caen sobre el pecho. Destinadas a cuidar a los hijos y a producir bolsos con lana de ovejo, se casan jóvenes siempre por temas familiares.
Nosotros acampamos fuera del pueblo y cerca del río. Las mañanas son calurosas y el sol te quema la piel. Las noches son frías y húmedas. La tienda aparecía cada día empapada en el rocío de la noche y nuestros cuerpos enroscados buscando restos de calor humano. Lavarse la cara en ese río era como meter la cabeza en un glacial.
Dentro del pueblo no destacan precisamente por su amabilidad con el turista o extranjero, “bonaris” como ellos nos llaman. El cartel de la entrada al pueblo no era muy amigable: “se prohíbe la entrada a toda persona no indígena”. Parece que estaban reunidos los mamos, líderes religiosos, construyendo una nueva casa comunal. Insistiendo y prometiendo no tomar fotografías, nos dejaron pasear unos minutos por sus calles y fuentes de piedra, entre sus casa de barro, palos y paja. Las edificaciones conservan ese aire del pasado, como si el tiempo se hubiera detenido allí para siempre.
































sábado, 7 de enero de 2012

La Guajira. Cabo de Vela.

Para salir del Tayrona tuvimos que cargar las mochilas en un caballo durante dos horas hasta el parqueadero. De ahí agarramos una buseta a la entrada del parque y luego un autobús dirección La Guajira. Paramos en un cruce llamado 4 vías y de ahí tomamos un taxi a Uribia. Llegamos para agarrar el último 4x4 que salía hacia cabo de vela. Contamos 26 personas en el carro mas la carga. Récord de enlatamiento en el viaje. Las mujeres wayüo se tapaban la cara por el polvo. Una niña vomitaba durante las 3 horas de trayecto, las rodillas se me entumecieron hasta dejar de notarlas, las piernas las tenía tan dormidas que para moverlas primero las debía levantar con los brazos. 


Me sorprendió el cambio del paisaje. Recuerdo que la carretera era una recta infinita plagada de carros varados. Acompañaba a la vía del tren que lleva el carbón hacia costa. A los lados las comunidades indígenas que salían a saludarnos. Todo un acontecimiento que pasara un carro por allá. De la selva montañosa cargada de vida que era el Tayrona, pasamos al polvo rojo del desierto de la Guajira, a grupos de cabras entre el mismo arbusto espinoso repetido hasta la saciedad, a muchas y pequeñas lagunas de intenso verdor, y a aves carroñeras sobrevolando un cielo parecido al de los Simpsons. 



La bahía del cabo de vela es una calle larguísima llena de humildes alojamientos y pequeños restaurantes de las familias wayüu. Recién les están poniendo la luz. Las olas van de la orilla a mar a dentro y el sol nunca esta en el centro del cielo. Los relojes y las brújulas dejan de funcionar. El viento sopla siempre a las mismas horas del día. El agua es color Caribe y esta llena de peces. Al fondo siempre a la vista, el pilón de azúcar, montaña sagrada para los indígenas. Más allá, ¿quien sabe? Pareciese como si estuviéramos llegando al fin del mundo.


























Tayrona


Bajando de las nubes los parseros nos dejaron en Santa Marta, ciudad que presume de tener la primera catedral en America del Sur. A la mañana siguiente temprano nos fuimos al parque nacional Tayrona. Hermosas playas de arena dorada, grandes rocas en otro tiempo adoradas por pueblos indígenas, cocoteros azotados por el viento y la selva montañosa muestran la postal. Hogar de multitud de especies, vimos serpientes, tucanes, monos y reptiles de todos los colores. 


Por un camino rocoso y vertical subimos a Pueblito, ahora deshabitado. Sin embargo sigue siendo el centro ceremonial de la religión tayrona. Los mamos, líderes religiosos vienen a hacer sus ceremonias días señalados del año. Sus casas son circulares con base de piedra y con techo de palma en punta.

El asentamiento mas grande de este pueblo se llama La ciudad Perdida descubierta en 1976; está a tres días de viaje subiendo hacia los nevados. Antiguamente estaba habitada por pueblos Tayrona como los Koguis, o arhuacos. Son y han sido prácticamente agricultores y eso se observa en los cultivos de terraza. Los pocos pobladores que quedan viven en las montañas altas y van completamente vestidos de blanco.




Los Taironas eran altamente respetuosos por la naturaleza y por tal motivo los animales eran la representación de sus creencias mitológicas y religiosas. Ejemplo claro es la representación del jaguar como sol como dador de vida a las plantas. El chaman era la persona que poseía el poder del jaguar. La serpiente Tairona representaba el movimiento y la muerte, el sapo representaba el órgano reproductor femenino y la fertilidad. También practicaban el homosexualismo ritual. El oro representa al sol y lo usaban para hacer rituales de adoración y pedir la fertilidad de los suelos.